Un grito desgarrador desde una residencia geriátrica

por | 14 octubre 2016 | Cata de vida - Josep París | 0 Comentarios

Esta carta representa el balance de mi vida. Tengo 82 años, 4 hijos, 11 nietos, 2 bisnietos y una habitación de 12 m2. Ya no tengo mi casa ni mis cosas queridas, pero sí quien me arregla la habitación, me hace la comida y la cama, me toma la presión y me pesa. Ya no tengo las risas de mis nietos, el verlos crecer, abrazarse y pelearse; algunos vienen a verme cada 15 días; otros, cada tres o cuatro meses; otros, nunca.

Ya no hago croquetas ni huevos rellenos ni rulos de carne picada ni punto ni crochet. Aún tengo pasatiempos para hacer y sudokus que entretienen algo. No sé cuánto me quedará, pero debe acostumbrarme a esta soledad; voy a terapia ocupacional y ayudo en lo que puedo a quienes están peor que yo, aunque no quiero intimar demasiado. Desaparecen con frecuencia. Dicen que la vida se alarga cada vez más. ¿Para qué? Cuando estoy sola, puedo mirar las fotos de mi familia y algunos recuerdos de casa que me he traído. Y eso es todo. Espero que las próximas generaciones vean que la familia se forma para tener un mañana (con los hijos) y pagar a nuestros padres por el tiempo que nos regalaron al criarnos.

lo que tengo

Esta carta fue publicada en un periódico hace unas semanas por Pilar Fernández. Se trata de un grito desgarrador que envía desde la residencia donde vive actualmente. Leer sus palabras es invitar a la reflexión de aquellas familias que ingresan a sus seres queridos en residencias y que, en ocasiones, utilizan estos centros como un aparca coches. Es triste, pero la realidad demuestra que estas personas existen. De veras.

Pero ahora os invito a reflexionar un poco más allá. Por experiencia profesional, os puedo asegurar que me he topado con bastantes ancianos, en mi etapa como director de una residencia geriátrica, quejosos de la poca atención que recibían de sus familiares, algunos de ellos como Pilar. Pero si algo aprendí de aquellos años es que nadie puede juzgar el pasado de ciertas personas, tampoco los profesionales que les atendemos.

¿Conocemos quién era y cómo actuó con sus hijos aquel anciano que ahora está prostrado en la cama, frágil, inválido y que no recibe visitas? ¿Sabemos qué tipo de relación o qué carácter gastaba con la hija que nunca viene a visitarla aquella mujer, ahora anciana, de pelo blanco y mirada tierna?

Y sino que le pregunten a una amiga enfermera, ya muy veterana, que todavía recuerda la primera vez que reprendió a una familia por no ir a ver a su padre. Lo hizo una vez y nunca más, porque lo que recibió de boca de las hijas de aquel ingresado fue una lección de por vida. Le explicaron el abandono y los malos tratos psicológicos a los que el ahora tierno anciano les sometió cuando debía ejercer de padre.

Hace años, en la residencia geriátrica que yo dirigía, una de las ancianas ingresadas me pidió cómo quería ser despedida: escogió la música de su funeral, el texto del recordatorio y propuso que cada nieto le diera su último adiós con una rosa roja en el día de su funeral.

Y por último dejó constancia por escrito de un último deseo: “No quiero que mi hija comparezca el día de mi funeral”. Todos los que trabajábamos en el centro geriátrico nos quedamos boquiabiertos. Esta hija, la que finalmente quedó apartada de la ceremonia de despedida, por deseo expreso de su madre, era precisamente la que todos los días venía a visitarla a la residencia.

¿Cuál es la lección que saqué de todo aquello? Los profesionales debemos estar para apoyar, para amortiguar el dolor, pero nunca para juzgar. Ni a unos ni a otros.

 

Autor: Josep Paris

Enfermero, especialista en Enfermería Geriátrica y Gerontológica. En la actualidad centra su labor profesional como responsable de desarrollo corporativo en una empresa de servicios funerarios. Autor del blog Cata de vida (www.catadevida.com)

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