Los sucesivos acontecimientos vividos en los dos últimos años podrían configurar la pila de guiones que se acumulan sobre la mesa de un productor de cine. Una sobredosis de acontecimientos históricos coronados por la inhumana y terrible invasión de Ucrania entre los que también destaca, obviamente, la pandemia con la que convivimos desde hace justo ahora dos años.
Aunque muchas personas creían que aquella infección originaria de China no iba a alcanzar la dimensión que finalmente alcanzó, esta vez sí se cumplieron los peores pronósticos, un nivel de letalidad e infecciosidad que no tuvieron el SARS, la gripe A o la gripe aviar. Y si echamos la vista atrás, lo vivido por las enfermeras tiene pocos equivalentes en la historia de la profesión. Y a lo largo de dos años, de 24 meses, de más de 700 días desde que el Gobierno decretase aquel estado de alarma, caben muchas sensaciones, algunas incluso ya olvidadas a pesar de que en su día estaban a flor de piel.
La frustración, la rabia, el miedo de los primeros momentos de incertidumbre y de falta de equipos de protección han dejado paso con el trascurrir de los días a un profundo hartazgo, a la decepción, al cansancio extremo, pero también a la humillación de descubrir que esos sentidos homenajes —de los políticos, no de la ciudadanía, que quede claro— eran humo y oportunismo. Pensemos en la falta de voluntad para que España esté a la cola en número de enfermeras, de la falta de desarrollo de las especialidades, de los techos de cristal, de las atribuciones de enfermeras en personal no preparado…
Existe un cansancio extremo y un daño psicológico que evidencian todas las encuestas. Antes de la pandemia resultaba impensable que hubiera enfermeras replanteándose su vocación o queriendo romper con todo. Si no se pone remedio, la sociedad española pagará un precio muy alto por no cuidar a sus enfermeras.
Autor Florentino Pérez Raya
Florentino Pérez Raya es el presidente del Consejo General de Enfermería